lunes, 17 de noviembre de 2008

La juventud y el daño en la Argentina

Autora: Florencia Saintout

“Lo que da miedo no es la velocidad, es la vida”
Pablo, 18 años, entrevistado por el equipo de investigación “Juventud y comunicación: repre-sentaciones sobre la muerte” UNLP.

Hubo más de un tiempo donde la juventud estuvo ligada a la muerte. Como lo señalan Levi y Schmitt ( 1995) la juventud del medioevo, por ejemplo, fue una “juventud para la muerte”. Eran los jóvenes los que iban al frente de la batalla, para proteger a los señores. La muerte como culmina-ción de una vida joven no era algo difícil de aceptar, incluso de anhelar.
Fueron siempre jóvenes los que más murieron, los que más mueren en las guerras.
En la década del setenta en nuestro país la asociación de la juventud a la muerte estuvo condensada en la consigna Patria o Muerte. Los 30.000 desaparecidos fueron mayoritariamente jóvenes.
La vida de los jóvenes de la Argentina contemporánea aparece nuevamente ligada a la muerte. Y no a cualquier muerte, sino a la muerte violenta, aquella que no tiene nada que ver con la calma de la vejez, con los procesos naturales de culminación de la vida (Norbert Elias). Con la moratoria vital.
Esta ligazón es construida por los discursos hegemónicos como un dato sin historia, que habla de la irracionalidad de las prácticas y del deterioro de la juventud.
En los últimos años asistimos a la presencia de un discurso mediático que de manera des-contextualizada y simplificadora asocia a los jóvenes con la muerte (y desde hace tiempo sabemos que aquello que se dice en los medios, no es sólo cuestión de medios).
Desde varios relatos: construyéndolos como delincuentes, como peligrosos que necesitan ser castigados o excluidos del espacio común por no valorar la vida, ni propia ni ajena. Como suje-tos perdidos que entonces son capaces de salir a matar y morir; que se suben a una moto, apagan las luces, y se entregan a la búsqueda de la velocidad y la muerte. Como enfermos que consumen todo tipo de droga, aún las más pesadas, sin medir riesgos. Como integrantes de bandas con ritua-les que no se entienden pero donde la vida vale muy poco o nada. Como adolescentes carentes de todo que se involucran en las conductas más riesgosas sin límite alguno, ni siquiera el de la propia muerte.
Se habla de ellos como de unos sujetos ahistóricos que un día sorprenden a la sociedad ino-cente con un juego que se ve sin sentido y sin posibilidad de ser explicado por nadie. Casi como si existiera en estos jóvenes un mal particular que se cierra y termina sobre ellos.


Me interesa entonces en estas páginas poner en discusión dos ejes del trabajo de investiga-ción que hemos iniciado hace ya un tiempo:
El primero gira en torno a la idea de que estas prácticas donde la vida está y se la po-ne en riesgo lejos de ser irracionales o carentes de sentido pueden ser comprendidas en el marco de unos jóvenes socializados en un tiempo de incertidumbre mundial y de vulnerabi-lidad regional. Los jóvenes hoy tienen una clara conciencia de la vulnerabilidad de la vida. De una vida en donde no hay derechos ni garantías, donde no hay instituciones que los protejan, y que aparece construida como una selva donde no entran todos. Me gustaría decirlo lo más claro posi-ble: los límites entre la vida y la muerte son vistos por los jóvenes, y especialmente por ciertos jó-venes, como límites precarios porque viven en un mundo que se ha precarizado como nunca en la historia moderna, con tremendos indicadores de vulnerabilidad. Y esto no es porque sí, no es por-que simplemente sucedió como parecen decirlo ciertos opinólogos y periodistas.
La segunda hipótesis que completa la anterior tiene que ver con la ligazón entre esta con-ciencia de la vulnerabilidad de la vida (y por lo tanto unas prácticas del riesgo que dan como resultado un número altísimo de muertes violentas) con lo que llamaré el daño: las heridas producidas por la dictadura y por treinta años de políticas neoliberales en la Argentina y en la región de las que los jóvenes hoy portan marcas aún sin saberlo.

El daño
En Chile escuché por primera vez la idea del daño. Del daño, de la herida, de aquellas con-secuencias no siempre accesibles a primera vista de los hechos traumáticos como fue allí el de la dictadura, como es el de un modelo de nación que algunos definen como exitoso (fundamental-mente en lo económico) y otros denuncian como excluyente. El daño como aquello que habla de una dimensión social, histórica, colectiva, pero también profundamente subjetiva, emocional, que se carga en el cuerpo. Un daño, finalmente, que se transmite de diferentes formas de generación en generación.
Asistí en esos días a un congreso donde una investigadora chilena hablaba de la idea del daño para describir la angustia e impotencia enorme que sienten aquellos jóvenes, no todos, de distintos sectores sociales, cuando las vías de acceso a la adultez tradicionales se les han cerrado, y en las nuevas propuestas, básicamente ligadas al consumo, no encuentran un lugar propio. Pen-sé mientras escuchaba en lo sugerente de la noción de daño: estructura y sujeto; sujeto y estructu-ra. Hablar de daño implica hablar de herida, de dolor (carnal, visceral, físico, emocional, sentimen-tal) que se vive en un cuerpo y en un individuo. Y cuando hablamos de daño social, incorporamos la historia a ese cuerpo que se hace también cuerpo colectivo.
Pensé entonces en los jóvenes nuestros (nuestros: de nuestra región: en nuestros alumnos, en los hijos, en los que habitan las esquinas, en las ciudades inmensas nuestras), en el daño que era heridas físicas, y también emocionales, que eran de sujetos, y también de historia. Pensé ¿En qué consiste el daño de los jóvenes con daño? ¿Quiénes y cómo se hizo el daño? ¿Cómo es vivir dañados? ¿Qué relación existe entre el daño y las formas aparentemente irracionales en las cuales los jóvenes se encuentran cotidianamente con la muerte?

¿Qué hacer con el daño, si es que finalmente se puede hacer algo con ello?

Estas son preguntas que indican largos caminos, y que seguramente me seguirán acompa-ñando por muchos años, a mí y a otros que desde diversos lugares las están transitando. Tal vez en este texto pueda retomar viejos trazos donde sin hablar directamente del daño he venido tra-tando de explorar las heridas que hoy padecen los jóvenes simplemente para aportar a pensar e hilvanar esta relación entre juventud y muerte que con certeza no es una relación que se pueda en-tender desde el sin sentido o desde la culpabilización de los jóvenes que hacen los medios.

Puntos de partida

En primer lugar, creo que es claro que parto de admitir la herida.
Una herida que se hace evidente en los millones de excluidos en la Argentina de comienzo de siglo como producto de políticas que se instauraron con la dictadura militar y que tuvieron su punto de inflexión en la llamada crisis del 2001, cuando el modelo político, económico y social esta-lló en mil pedazos, aunque esto no implique su desaparición.
No voy a decir mucho más de esto. Cientos de análisis han tomado el tema por cientos de entradas. Lo que me interesa es remarcar que aquí se hacen las heridas de las que habla el da-ño en nuestros jóvenes: ellos no logran salir indemnes. No están afuera.
Y no estoy focalizando ahora sólo en los jóvenes ubicados como los de la generación del se-tenta (acallados, perseguidos, exiliados, torturados, desaparecidos), ni sólo tampoco en de los del ochenta, los llamados jóvenes de la transición (como si luego del horror fuera posible transitar por la historia hacia algún lugar) sino que estoy hablando también y particularmente de los que hoy son jóvenes. Pareciera ser que en muchos de los trabajos anclados en las perspectivas de la memoria, cuando se habla de jóvenes, ha habido un detenimiento evidente en los años setenta. En el plano de las militancias políticas, todavía esto es aún más claro, rescatándose el valor de una juventud transformadora, revolucionaria. Pero que son pocas las miradas que desde la necesidad de una memoria activa se detienen en los jóvenes de hoy, cuya existencia está profundamente marcada por la de las generaciones anteriores, por la relación tan fuerte con la muerte.
Voy a detenerme entonces en este artículo en los que hoy son jóvenes en la Argentina en un tiempo que a veces desde las tecnologías de comunicación parece de puro presente (que no sabe qué hacer con el pasado; que no imagina el futuro).
Nietos algunos de ellos de la generación que enfrentó la dictadura; hijos algunos de los que fueron a Malvinas; hijos otros de aquellos a los que se los llamó los jóvenes de la democracia (los que surgieron a la vida pública con el juicio a las Juntas, y que rápidamente se encontraron con el punto final para terminar con el indulto). Voy a detenerme en los que hoy son jóvenes en la Argen-tina: en aquellos que comenzaron a socializarse con el fin del menemismo, o con la crisis del 2001, o con lo que quedó después del estallido. Los que hoy están al frente de lo nuevo, en el frente (de batalla, de enfrentamiento, que primero sufren los avatares) del mundo por venir.
Voy a detenerme en los que están ahora en las escuelas y que según los maestros se resis-ten a ser educados; en los que están limpiando vidrios en las calles y se convencieron de que hay una justicia para unos y otra para ellos; en las chicas que disfrutan el sexo porque ya sus abuelas pelearon por el derecho al goce; en los que levantan la bandera del no político a la política; en los que trabajan en negro y no saben que alguna vez existieron derechos laborales; en las chicas que creen que la maternidad no es un destino y en las que abandonaron la escuela y se embarazan sintiendo que la maternidad es el único camino; en los que creen que no cuidarse del sida es en-frentar un poder que los niega. En todos los que hoy son jóvenes pero lo son siendo con la historia de los padres, de los abuelos, de los bisabuelos en un país y una región que no sa-be muy bien que hacer con el pasado y mucho menos cómo imaginar el futuro.
No es posible pensar que lo que los historiadores de la memoria llaman el pasado traumático reciente los haya esquivado. No los haya lastimado. Que se hayan “salvado”: la dictadura los dañó. Los dañó el neoliberalismo. Los dañó la exclusión. Los daña todos los días.
Y en estas heridas tal vez sea posible rastrear algunas de las claves de sus cercanías a la muerte, muchas veces como un juego, como un riesgo más, como una forma de anclar los sentidos de la vida.

Las heridas

Empecé hace ya varios años a indagar los modos en que jóvenes ubicados en diferentes lu-gares del espacio social construyen sus entradas al mundo adulto. Me interesaba ver cómo lo que para las generaciones de sus abuelos había sido un pasaje prefijable, claro, en un contexto de cri-sis de las instituciones modernas, hoy estaba cambiando.
La hipótesis que me guió en el trabajo de investigación estuvo ligada a la idea de que las prácticas y representaciones de los jóvenes para acceder al mundo adulto y darle sentido no re-producen ahora las estructuras y las instituciones que organizaron la vida durante la modernidad, no “vuelven a ellas sin discusión”, sino que en todo caso están recreando nuevos principios estruc-turales. La pregunta central tenía que ver entonces con los modos en que distintos jóvenes perci-ben las instituciones que tradicionalmente cohesionaron la vida social y que hoy están en crisis. Preguntarse por ello era preguntarse a la vez por las formas de imaginar el futuro, por lo tanto el presente de estos jóvenes. Indagar cómo es que en el marco de la incertidumbre, de la precarie-dad, los jóvenes están construyendo futuros en relación a sus presentes.
Trabajé con jóvenes diferentes partiendo del supuesto de que no existe un único modo de ser joven, que no existe la juventud como un todo homogéneo, sino que es posible hablar de dife-rentes jóvenes de acuerdo a la marca socio cultural de la categoría etaria. Pero que sin embargo todos ellos se exponen a una misma época, por lo tanto, constituyen una generación.

En un mundo precario donde no todos somos iguales es difícil ver para dónde hay que ir
Cuando cerré la investigación (como se cierran las investigaciones en ciencias sociales: pro-visoriamente, abriendo otras indagaciones, buscando otras piezas para un rompecabezas cons-truido colectivamente al infinito) una constatación me impactó fuertemente: los visibles procesos de desciudadanización que atraviesan la constitución de lo juvenil en la actualidad. En el análisis de todas mis conversaciones y entrevistas con jóvenes, en la lectura de una amplia y rica bibliografía producida en los últimos años por investigadores de diversas disciplinas en toda la re-gión, se hace visible un proceso: grandes sectores de la población juvenil en la actualidad desco-nocen sus derechos y garantías, y menos la posibilidad de pelear por ellos: ¿ante quién hacerlo? ¿Con quién? ¿Qué pelear?, se transforman en interrogantes que no sólo no son capaces de resol-ver sino que en ocasiones ni siquiera pueden formular. Amplias mayorías de jóvenes se sienten a la deriva, sin ninguna dimensión institucional que los proteja: tienen un concreto saber de la vulnerabilidad y precariedad.
La desciudadanización es absolutamente clara en el saber de los jóvenes sobre la inexisten-cia de la condición de desigualdad de cada uno de ellos. Saben, perciben, e incluso casi se podría decir que aceptan (si a este verbo no se le otorga siempre características de reflexividad conciente o voluntaria) que no todos son iguales, que no poseen los mismos derechos, lo cual se enmarca en la gran dificultad que tiene la mayoría para reconocer que el pasado pueda haber sido de otra ma-nera.
Hay en ellos un claro saber de las restricciones o límites estructurales que hace que estas generaciones no tengan nada que ver con la opción de imaginar lo imposible.
Pero además, tienen clara conciencia de un mundo segregatorio. Los jóvenes hoy asumen la existencia de un mundo social fragmentado, desigual, donde las instituciones re-producen la segregación.
Finalmente, ligado a lo anterior, me interesa señalar la aceptación por parte de los jóvenes de que no hay marcos regulatorios comunes que indiquen caminos a seguir. No hay una verdad al final, una autoridad común que pueda guiar a nadie, sino que en todo caso deben construir las claves de este nuevo mundo en soledad.
Entonces, con una vida que se juega entre la vulnerabilidad, la segregación y la ausencia de marcos regulatorios de integración, en un contexto de enormes riesgos donde nada es calmo y predecible: ¿por qué la muerte tendría que estar domesticada? ¿Por que tendría que haber una so-la muerte, una muerte que integre? ¿Por qué la muerte podría ser regulada? Si la vida es tan ve-loz, tan precaria, tan hecha de fragmentos y soledades ¿qué hay de extraño en que así sea la muerte?

Postales de la muerte

Uno: los patovicas
Mientras hacía mi investigación la televisión se detuvo durante varios días en el asesinato de un joven estudiante en una disco. Luego de cuatro días de agonizar un joven de 20 años murió como víctima de una brutal agresión por parte de los encargados de la seguridad en un boliche que lo golpearon cuando se quejó porque la fila de los que no entraban fácilmente (es decir, que no portaban marcas de clase, como vestimenta cara o color de piel) tardaba más de la cuenta. Las no-ticias de los medios tomaron este caso (Martín, era un estudiante de clase media, lo que segura-mente hace que su muerte sea menos olvidable que la de otros chicos) y también tomaron otro hecho no habitual: la furia con que un grupo numeroso de otros jóvenes destruían el boliche donde todo había sucedido. Y lo destruían porque era el símbolo de la impunidad de la discriminación ins-titucionalizada. Lo que las imágenes de los medios mostraron, aún sin decirlo argumentativamente, era que la furia de la destrucción tenía que ver con la bronca de una violencia, material y simbólica, que discriminaba, que distinguía entre unos jóvenes sí y otros no.
El tema de la discriminación en los boliches es algo a lo cual los jóvenes están acostumbra-dos y que generalmente aceptan como parte de las reglas de juego, lo que no quiere decir que cuando en una entrevista o en un grupo de discusión aparece alguna pregunta al respecto no lo condenen y levanten esta condena como una bandera humanitaria. Sin embargo, en líneas gene-rales, más allá de la condena y del relato en el que expresan un gran pesar por “tener” que some-terse a tal situación (queden adentro o afuera) esos mismos jóvenes manifiestan sentirse impoten-tes. No poder hacer nada. No saber cómo hacer algo. Es decir, que de alguna manera hay en los jóvenes un modo de aceptación de que esta realidad que dicen molestarles llegó para siem-pre, está desde siempre y no puede ser modificada. Aunque a algunos les cueste la vida. A lo sumo, se podrán tener actos de furia, como el que mencionábamos al comienzo, pero luego la furia desaparece y cuando llega el fin de semana hay que adaptarse a jugar unas reglas de juego, les guste o no.
Las percepciones de la discriminación no son patrimonio de las salidas de fin de semana y los boliches sino que se inscriben dentro de las percepciones de todo un espacio social frag-mentado y polarizado de manera absolutamente desigual, donde no hay ningún tipo de ga-rantía si se pasan las fronteras. Ni siquiera, en ocasiones hay garantía para la vida.


Dos: Cromagnon

A finales del 2004 nos enteremos a través de los medios de uno de los hechos más horroro-sos de los últimos tiempos: 197 jóvenes muertos en un incendio durante en un recital de rock ba-rrial en unas instalaciones absolutamente precarias fuera de todas las regulaciones públicas de seguridad. Los muertos provenían mayoritariamente de sectores populares, y medios, medios ba-jos. Habían ido a escuchar a una de las bandas del llamado rock chabón, un rock en gran parte in-ventado por una escucha popular de los cordones del gran Buenos Aires y que toma como paisaje el de la “pobreza, la desocupación, la delincuencia, el tráfico de drogas, en fin las novedades de la década del noventa” (Semán, P.206). Un rock ciertamente condenado por los rockeros de las dé-cadas anteriores (fundamentalmente integrado por sectores medios urbanos) por considerarlo apo-lítico: si estos habían hecho música contra el sistema, el nuevo rock barrial pedía la entrada al sis-tema con nostalgia de un mundo en que existía la idea del trabajador.
Había en Cromagnon mucha más gente de la que podía reglamentariamente estar: a nadie le importó hacer cumplir las normativas de seguridad. No había puertas de salida, o estaban cerra-das. Nada cumplía con las reglamentaciones urbanas. El incendio comenzó cuando se prendió una bengala (práctica extendida en estos recitales) que impactó sobre un techo de poliuretano, material fuertemente inflamable (nadie pudo ver una relación, la de las bengalas y el poliuretano evidente y predecible).
En Cromagnon todas las víctimas fueron jóvenes. El horror mostraba otra vez heridas no cu-radas: la dimensión absolutamente trágica del daño.
¿Qué fue lo que pasó, lo que dio lugar a la masacre? ¿Fue un accidente, una tragedia, una fatalidad? ¿Hay responsabilidad política en los funcionarios de turno en el estado? ¿Hay respon-sabilidad criminal?
Estas fueron preguntas que durante los meses, los años que siguieron y hasta la actualidad no han podido ser transitadas desde caminos consensuados por la sociedad, sino que por el con-trario significaron y significan profundos enfrentamientos. Pero hay dos elementos sobre los cuales nadie tiene duda: la juventud y la vulnerabilidad. Es poco lo que podremos entender de lo que sucedió sino asumimos que las condiciones de precariedad (de instituciones, de normas, de controles) que fueron construidas a lo largo de décadas en la Argentina, de la mano de es-tados dictatoriales y estados privatizadores, esa noche sostuvieron el horror sobre aquellos que tienen uno de los lugares más vulnerables: los jóvenes.

Tres: Picadas
En muchas de las ciudades del país el relato es común: por las noches, en calles más transi-tadas, menos transitadas, más o menos lejanas de los centros, jóvenes de distintos sectores se juntan para hacer picadas, para apostar cuán veloz se puede ser, para correr. Para jugar: el juego “del gallina”, de la “ruleta rusa”.
El 15 de marzo las noticias hablaron de tres jóvenes que junto a otros que los acompañaban cerraron los ojos, se subieron a las motos recién compradas, se “plancharon” y en una ruta de no-che corrieron hasta encontrar la muerte: Alejandro Valbuzzi de 22 años; César Tolosa, de 19; Ren-zo Blanco, de 18.
El intendente de la ciudad declaró que “se van aumentar las multas en lo que hace al tránsi-to, lo que va a venir bien para corregir la situación”. Los amigos hicieron un santuario con cruces y “elementos tuercas” porque los chicos habían muerto “haciendo lo que les gustaba”. Los medios nacionales subrayaron al infinito la irracionalidad del juego.
En una entrevista del equipo se le preguntó a uno de los amigos por la velocidad: “El miedo –dijo- en ese momento, se te mezcla con lo que va a venir: vos lo tenés que enfrentar”. Hacerse adulto es enfrentar los miedos. “Y cuando manejás, tenés el control”.
Es imposibles no relacionar estas prácticas con la ausencia de trayectoria claras, prefijables y sobre todo colectivas de entrada al mundo adulto. En un momento de ruptura los jóvenes tienen que construir sus propios modos de “hacerse grandes”, sin guías, sin marcos de referencia comu-nes con los adultos. ¿Los padres sabían?, les preguntamos. “A veces sí, a veces no. A veces no quieren saber. Pero de ultima no importa, porque si lo querés hacer lo hacés”.
No hay guías ni referencias que valgan (porque fracasaron, o porque fueron derrotadas, o porque estaban equivocadas, o todo a la vez) y entonces lo tienen que hacer solos. A lo que se suma además que en sociedades claramente audultocráticas como estas no hay demasiado lugar para los jóvenes más allá del de ser consumidores, y entonces tener el control de alguna situación, aunque sea la de la propia muerte, no es poca cosa.

Cuatro: Los otros HIJOS
Son varias las investigaciones que tanto desde las ciencias sociales (Miguez, Kessler, Nu-ñez) como desde organizaciones de la sociedad civil han dado cuenta de la criminalización de la juventud, fundamentalmente de aquella que está estructuralmente ligada a la pobreza. De cómo el Estado posdictatorial ha ido alternando políticas democráticas con políticas fuertemente represivas hacia los jóvenes, que han sido acompañadas por la llamada opinión pública.
No voy a detenerme mucho más en esto, lo he hecho en otros trabajos. Sólo señalaré un da-to: según la CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) en el informe del 2006, existen en democracia más de 1.900 víctimas de la represión policial, de las cuales el 64 por ciento son jóvenes de entre 15 a 25 años. La clasificación indica que el 45 por ciento de es-tas muertes se produjo en cárceles y comisarías, y el resto en episodios de gatillo fácil. El organismo no cuenta los casos de enfrentamiento sino sólo los de represión, cuando la víctima es-tá indefensa y no presenta peligro para terceros.
Estos asesinatos se sostienen sobre una opinión pública que reclama mayor represión sobre unos jóvenes pobres, hijos de más de una generación de no ciudadanos, que conciben como peli-grosos por su incapacidad de valorar la vida.
A esto se suma la autopercepción de muchos jóvenes como portadores ellos mismos de una identidad deteriorada.
En una crónica periodística publicada el primer domingo de julio, Cristian Alarcón habla de los jóvenes en el Bajo Flores. De jóvenes vulnerables, para los cuales la muerte forma parte de la vida cotidiana: sin sacramentos, de manera banal y rutinaria. El habla en la nota especialmente de lo que llama los “hijos” de los transas, los hijos de aquellos que empezados los noventa se hicieron cargo del último eslabón del narcotráfico: la venta de droga a los jóvenes adentro de los barrios y villas. No puedo dejar de pensar la línea de continuidad de los HIJOS/de desaparecidos con estos otros HIJOS/de los transas.
Cuenta Alarcón cómo las matanzas entre los mismos jóvenes es moneda corriente pero que no se da de manera ostentosa, con pesados rituales como se podría imaginar el enfrentamiento entre bandas, sino que se da de manera cotidiana, con fines borrosos.
La muerte puede estar en cualquier esquina, puede salirse a buscar cualquier tarde. Los hijos de los transas, cuenta Alarcón que dicen en el barrio, no necesitan robar: salen a hacerlo por la vergüenza de ser lo que son, para pelear contra el estigma.
No hay muchos órdenes sagrados en la vida, por qué habría de haberlos en la muerte.

La responsabilidad ante el daño
Sabemos que la muerte además de ser un dato biológico ineludible es un acontecimiento his-tóricamente construido y culturalmente compartido. La muerte no se nos presenta a todos por igual de acuerdo a la época (Philip Aries, 2007; Lomnitz, 2006; Barley, 2000) y de acuerdo también al lugar que se ocupe en el espacio social.
Norbert Elias (1987), en su Sociedad de los moribundos, trabaja la idea de que en las socie-dades modernas, de la mano de la extensión de la vida por los procesos de desarrollo científico y las prácticas de la higiene y del cuidado, la muerte puede ser aquello que se sabe (la del Dasein, la del ser para la muerte heideggeriano) pero que es posible al mismo tiempo de ser “olvidada”, pues-ta entre paréntesis. Pero además, dirá Elias, de acuerdo a los procesos de pacificación social, la muerte podrá ser construida como un acontecimiento natural, de la vejez, en una cama.
Para nuestros jóvenes la muerte no es más eso que se espera al final, cuando duelan los huesos de viejo y haya cansancio de la vida. La muerte es en cambio lo que ya no es sagrado, que puede estar a la vuelta de cualquier esquina.
Los jóvenes no quieren morirse. Ningún joven dice que quiere morirse, lo sabemos muy bien.
Pero aunque nadie quiere morir, la muerte está y los jóvenes están nuevamente en el frente. Y no porque sí, como dicen los medios, sino porque algunas de las heridas que se abrieron en la historia todavía no se han saldado. Porque sí hay consecuencias de lo ocurrido y no existe el pla-neta joven suspendido en el espacio.
Se pregunta Héctor Schmucler (Schmucler, 2007) en un texto desgarrador (y desgarrado): “¿Quiénes son – o somos- los sobrevivientes? ¿Aquellos que estaban en condiciones inmedia-tas de morir, como los pocos (ese pequeñísimo número si se lo compara con los que murieron) que salieron con vida de los centros clandestinos de detención? ¿Los que eludimos el riesgo de la muerte exiliándonos, es decir, abandonando el campo de una batalla en la que decidimos dejar de participar porque ya no nos interesaba, porque se nos impuso el miedo o porque se nos hizo evi-dente un error que sólo viviendo podríamos redimir? ¿Los que permaneciendo en la Argentina pu-dieron sortear el riesgo a que los exponía el haber participado, directa o indirectamente, en las ac-ciones que la dictadura buscaba suprimir?
¿O sobrevivientes somos todos porque estuvimos en peligro, los nacidos y no naci-dos… todos los que sin saberlo plenamente llevamos la marca de una época de oprobio de la que yo no puedo despegarme porque las cicatrices me marcan y no quiero disimularlas aunque se hundan en mi propia responsabilidad por lo ocurrido?
Estar vivo… obliga a hacernos responsables por los muertos.”
Yo agregaría: estar vivos, nos obliga hacernos responsables por los vivos también.
Es tarea de las ciencias sociales, de la comunicación, tratar de comprender lo que pasa desmontando discursos simplificadores y estigmatizantes.
Es tarea de todo el mundo imaginar otro destino para los jóvenes.

_ Aries, Philippe (2007): Morir en occidente. Desde la edad media hasta nuestros días, Adriana Hidalgo Editora, (segunda edición en español) , Buenos Aires.
_ Barley, Nigel (2000): Bailando sobre la tumba, Encuentros con la muerte, Barcelona, Anagrama
_ Elias, Norbert (1987) La sociedad de los moribundos
_ Lomnitz, Claudio (2006): Idea de la muerte en México, FCE, México.
_ Reguillo, Roxana: Emergencias de culturas juveniles. Estrategias del desencanto, Norma, Buenos Aires.
_ Saintout, Florencia (2007) El futuro llegó hace rato, FPyCS, La Plata.
_ Schmucler, Héctor (2007): Carta enviada a La Intemperie, en No Matar, sobre la responsa-bilidad, UNC, Córdoba.
_ Schmitt, J. C y Levi, G. (1995): Historia de los Jóvenes, Taurus, Madrid.


Conferencia presentada por la Doctora Florencia Saintout en la apertura de las Terceras Jornadas de Comunicación en Jujuy, Agosto 2008

Estrategias contra el despojo

Autora del artículo: Florencia Saintout

Voy a partir de dos cuestiones.
En primer lugar: una encuesta realizada por UNESCO a pedido del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires durante el 2008 dice que el 35 % de los jóvenes del conurbano bonaerense cree que en cinco años estará muerto.
En segundo lugar: los datos de las muertes violentas en los últimos años (de organismos de estado, de organizaciones de la sociedad civil) hablan del crecimiento en el número de jóvenes muertos en la Argentina.

A estos datos podemos sumarle el cotidiano bombardeo en los medios de comunicación de las noticias que nos hablan de las prácticas llevadas adelante por jóvenes en las que sus vidas aparecen en riesgo. Los medios nos muestran unos jóvenes que parecieran por momentos optar irracionalmente por la muerte. Ir hacia ella de manera irracional, sin sentido, o de manera suicida, buscando en cada una de estas acciones la forma de encontrarse con la muerte. O son locos, brutos, estúpidos, o son suicidas. No hay en los medios, como no pareciera haber en la sociedad, una pregunta por sentidos colectivos, históricos que se juegan en la aceptación (y en ocasiones celebración) de la puesta en riesgo de la vida.

Los jóvenes aparecen cotidianamente en las noticias como protagonistas del malestar. Se los describe hasta el cansancio como sujetos descontrolados, dueños de todos los excesos: droga, alcohol, violencia, peleas callejeras, accidentes de automovilísticos, delincuencia. Como protagonistas del deterioro, desarticuladores de todo tipo de autoridad: enfrentamientos con la policía, enfrentamientos con ellos mismos, violencia escolar. Como protagonistas de los “nuevos” males de la Argentina: el narcotráfico y sus secuelas.

Como ya he señalado yo misma en otros trabajos, como han señalado muchos otros, los jóvenes, y fundamentalmente los jóvenes de sectores subalternos, aparecen nombrados (y fijados) en los discursos hegemónicos de la sociedad como aquellos que no pueden cuidar la vida, ni la propia ni la ajena, y por esta razón llaman a todos los conjuros posibles del disciplinamiento y/o exterminio.

Pero si no es verdad que los jóvenes son locos o suicidas, ¿qué racionalidades, qué sentidos entran en juego en estas prácticas? ¿Cómo poder explicarlas? ¿Desde dónde interpretar estos datos que nos hablan de unos jóvenes que “juegan” (si el juego no se piensa sólo como un acto de voluntad y conciencia; si no se piensa como un acto banal) con la muerte? ¿Qué es para ellos la muerte?


La muerte despojadora: el hospital
Las sociedades modernas, lo dicen los historiadores, parecían haber logrado una fijación de la muerte. Darle un lugar, aquel de la vejez en una cama de hospital, despojando a los sujetos de los ritos de exaltación o apropiación domésticos de la muerte: la muerte sale de la habitación (aquella de los olores personales, del médico o cura de la familia, de los familiares) y se entrega a una institución despersonalizada y especializada.

Philippe Ariés (Aries, 2007) cuenta cómo la muerte pasa a ser una cuestión de médicos de hospitales. Explica cómo se pasa en la civilización occidental de la exaltación de la muerte en la época romántica a la negación o despojo de la muerte en la actualidad.

El romanticismo construye una estética, un ideal de muerte exaltada (para la burguesía en principio, ya que los pobres siguen teniendo una muerte sencilla). La muerte tiene para el romanticismo “un dramatismo y un sentimiento nuevo: la muerte, cosa que no era, se convierte en el sitio del desgarramiento y también de la afirmación de los grandes afectos y los grandes amores. En ella, los sentimientos más íntimos se expresan una última vez con la mayor vehemencia. Por eso la escena del adiós, que siempre había existido, en el siglo XIX adopta una importancia inaudita que nuestra sensibilidad moderna no dejará de encontrar desmesurada y mórbida” (p. 246).

Durante el siglo XX se va consolidando un proceso de intervención de la medicina moderna sobre la muerte, centrado en la medicalización del moribundo. Con la intervención de la ciencia y la técnica aplicada al moribundo (que se lo empieza a aislar moralmente) lo que se espera es la tardanza de la muerte. Hay una medicalización del sentimiento de muerte.
Junto a esto la figura del médico se transforma: no es el médico que un siglo antes actuaba de sacerdote, es decir, aquel que no curaba pero imponía una moral de higiene pública. Este médico no tiene nada que hacer con la muerte sino con la enfermedad que produce la muerte, y en este sentido, es un médico de hospital. Hay entonces una sustitución de la familia por el médico, y no por cualquier médico sino por el médico de hospital. Cuenta nuevamente Ariés: “El antiguo médico de familia era junto al sacerdote y la familia, el asistente del moribundo. Su sucesor, el médico clínico, se aleja de la muerte. Salvo en caso de accidente, ya no la conoce: ésta se desplaza de la habitación del enfermo adonde ya no lo llaman, al hospital donde en adelante van a parar los enfermos en peligro de muerte. Y en el hospital el médico es al mismo tiempo un hombre de ciencia y un hombre de poder, un poder que sólo ejerce él” (253). A través de ese poder el hospital despoja al moribundo y a su familia de la muerte.

Me pregunto qué hay en esas prácticas de la muerte, o de la vida en riesgo protagonizadas por jóvenes, de lucha contra el despojo. Contra todos los despojos que estas generaciones llevan sobre sus espaldas al entrar a un mundo con una pesada historia de despojo.

De la mano de procesos de precarización y vulnerabilidad estructural, estos jóvenes se han socializado en un mundo que les ofrece el mercado como único escenario de pasaje a la adultez y de construcción de socialidad. Y si en los pactos sociales de sus abuelos, ligados a la primacía del estado moderno, y particularmente del estado benefactor, había al menos un ideal de lo común, en el mercado está claro que existe el cartel del “derecho de admisión” en la puerta: que no entran todos.

Hoy aparecen en una situación de profunda crisis los modos en que se construyeron durante décadas los lazos sociales de inclusión al espacio común. Están en crisis los sistemas de autoridad de las instituciones que durante décadas operaron como maquinarias de verdades comunes: estos jóvenes se han quedado sin escuela, sin política, sin trabajo, tal vez sin familia. Es decir: se han quedado sin la certeza de que estas instituciones puedan cobijarlos. Han sido despojados de estos marcos institucionales y de sus mediaciones simbólicas. En cambio, se les ofrece el mercado.

Y el mercado se juega en el orden de la mercancía. Los jóvenes (lo juvenil) se ofrece como producto al mercado, como bien de cambio en un mercado absolutamente privatizado y desregulado.
Ciertos jóvenes, los que entran: los que pierden, afuera.

Cuando el único lugar es el de la mercancía
Mientras John Foos les dice “la calle es nuestra” para venderles zapatillas, ellos dicen: “la muerte es nuestra”.
Cotidianamente los jóvenes parecieran ser los que atentan contra la domesticación de la muerte de la hablábamos en párrafos anteriores, la muerte de hospital: como si la burlaran, como si la buscaran. Como si la desafiaran.

Dicen: yo puedo contra vos. O más: parecen decir: si nada es nuestro, la muerte es nuestra.

Parecen decirlo cuando burlando los controles adultos, tanto de la familia como de la policía, se organizan clandestinamente para correr “picadas” a altísimas velocidades en carreras en las que saben corre riesgo la vida. O cuando pelean en la calle con otras bandas, en unos encuentros que muchas veces son “hasta la muerte”. Aunque esté prohibido, aunque ningún poder adulto pueda aprobarlo. O tal vez porque justamente en la pelea hasta a la muerte se encuentre una dimensión de la apropiación de la vida, aunque el costo sea la propia muerte.

Juan es un joven skinhead que se define a sí mismo con un skinhead anti nazi y como parte de la barra brava de Tigre. Juan es también un preso de Ezeiza que está acusado del asesinato de otro joven skinhead en una pelea callejera en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Está lleno de tatuajes (tiene al Che Guevara tatuado entre tantos otros) y es grandote, pesado, se impone su presencia. Está sin condena desde hace dos años, y sabe que puede estar muchos más pero “ni idea cuántos”, dice, reconfirmando que ni siquiera aquí hay certezas.

No es de los jóvenes interpelados por John Foos: no puede comprar nada; no puede ser una mercancía demandada.

Habla mucho, muchísimo: del padre que fue militante peronista en los setenta y que lo mató la policía por ladrón. De la madre que trabajó y trabaja toda la vida, y de que por eso nunca estaba con él. Del hijo que tuvo con una piba cuando tenía 16, que no conoce. De la piba de la que se enamoró y se suicidó con pastillas “por el mundo de mierda, por la incomprensión”, nos explica.

Pero se “enciende” cuando cuenta cómo ingresó a la barra, cómo fue ganando: “Empezás peleando. Te dan y das. Cada vez más. Hay días que pensás que quedas afuera, que no vas a poder. Pero le das. Le das con todo. Y sabés que te están fichando, que se dan cuenta que sos bueno. Así, una, dos, tantas veces. Y vas entrando. Hasta que en un momento ya estás”. Él entró a la barra casi al mismo tiempo en que comenzó a juntarse con el grupo de skinhead de su barrio, en Tigre. Casi de la misma forma. Así fue como un día, en un enfrentamiento que ya no sabe ni por qué, terminó matando a otro pibe de una banda de skinhead, “pero de los nazis”, dice.
No hay en su relato referencias a culpas y castigos judeocristianos. No hay la idea de los arrepentimientos, del cuidado de la vida. Hay más bien una aceptación de lo que aparecen como reglas de juego: para entrar está la fuerza, la violencia, no hay otros ritos. Aunque esto signifique la muerte propia o ajena.
Entrar: no a la escuela, no al trabajo, no a un partido político, los lugares que aunque resquebrajados habían alguna vez entrado o deseado entrar sus padres. El sabe que eso no funcionó, o no funciona para él. Que hay vías muertas.

Entrar hasta la muerte. Pareciera decir: no tengo lugar, me han despojado de todo, no de la violencia. No de la muerte.

La muerte para Juan no es una estadística de un Ministerio.
La muerte es para Juan la que lo condena a prisión en una inmensa cárcel de la Argentina poblada mayoritariamente por jóvenes pobres. Pero es también la que le da un lugar en el mundo, en este mundo donde se le han cerrado puertas y se lo ha despojado de todo.

La muerte de Juan (la que le da cárcel y la que le dice también que tiene un lugar con otros que no es el de la mera mercancía) forma parte de esos datos: no es solamente la de Juan. Y demanda responsabilidades.



_ Alarcón, Cristian (2003) Cuando me muero quiero que me toquen cumbia, Norma, Buenos Aires.
_ Aries, Philippe (2007): Morir en occidente. Desde la edad media hasta nuestros días, Adriana Hidalgo Editora, (segunda edición en español) , Buenos Aires.

_ Miguez, Daniel (2004) Los pibes chorros, Estigma y marginación, Claves para todos, Buenos Aires, Capital Intelectual.